martes, 30 de agosto de 2011

4 de septiembre del 2011: 23o domingo del tiempo ordinario A

A guisa de introducción:
TODOS Y CADA UNO…


Yo soy Iglesia,
Tú eres  Iglesia,
Somos la Iglesia del Señor…
Hermano ven ayúdame,
Hermana ven ayúdame
A construir la Iglesia del señor…

Quién no cantó alguna vez estos versos (en su infancia  despreocupada o su espontanea juventud vivida) o  al menos los ha escuchado…

Iglesia con I mayúscula, iglesia con i minúscula…cual es la diferencia?  Pregunta recurrente y casi que obligada en todas las catequesis de los sacramentos de iniciación…

Y en nuestros tiempos de cuestionamientos asiduos y razonamientos diarios debiéramos preguntarnos cada uno en conciencia…Qué es la Iglesia para mí? Cómo la entiendo?

Es más sería una muy buena idea, introducir nuestra homilía o reflexión de la Palabra  de este domingo con la cuestión:  Si yo les preguntara…para usted (es) que es la Iglesia?

Y si hay tiempo otra pregunta más…Còmo vivo mi pertenencia a esta Iglesia? Que estoy haciendo por ella, por su madurez, por su crecimiento…en otras palabras por su santidad?

Conocemos diariamente de detractores de la Iglesia, críticos mordaces del papa y sus gestos, sus palabras…sus omisiones…Y lo más triste y o simpático es que la mayoría de procedencia de esas críticas y opiniones hirientes tienen orígenes católicos…No solo hablo de reconocidos teólogos, eminentes escritores, sino mismo entre nosotros, al interior de la comunidad congregacional, comunitaria, de barrio…Recurrimos asiduamente a defenestrar de la iglesia, y en vez de hablar de sus lodos, su suciedad, no nos dedicamos más bien a limpiarla con nuestras actitudes y comportamientos.

Y todo esto pasa porque la mayor parte del tiempo se cree que la Iglesia es solo el papa, el Vaticano, los cardenales y todos los demás clérigos, monjitas y jerarcas que tienen un servicio (no poder) de autoridad. Creemos que la Iglesia es un aparato administrativo y burocrático, complejo, autoritario, centralizado y pleno de riquezas materiales…

Entonces nos auto-excluimos, porque creemos que NO HACEMOS PARTE DE LA IGLESIA, Y QUE ella no nos concierne…(el bautismo fue un “deber” o “conveniencia social”, que en nada me toca o me compromete…se piensa).

En verdad que son pocos, más bien, raros aquellos para quienes la palabra IGLESIA  evoca (inspira) la idea de comunidad. La mayoría de los cristianos católicos no comprenden por ejemplo que en el libro de Los hechos de los Apóstoles  se puede leer que Pablo y Bernabé, en Antioquia, “fueron escoltados por la Iglesia “ (Hechos 15,3) y que en Jerusalén , “fueron acogidos por la Iglesia” (15,4).

No hay allí una  simple y falsa noción de Iglesia. Muchos comportamientos prácticos son la consecuencia. La Iglesia es ante todo, un asunto de las autoridades, es cosa de los curas…Cuantos católicos no entienden aún, y a pesar de todos los esfuerzos realizados, el carácter comunitario de la liturgia y de los sacramentos (continuamos por tanto haciendo matrimonios y bautismos, hasta primeras comuniones privadas…por ejemplo).

Cuantos desean aun, que a propósito de un problema, que “la Iglesia”  se pronuncie y  que nos  evite a “nosotros” (no Iglesia) el pronunciarnos, “mojarnos” o “untarnos de barro”? Y entre los que no practican, sería necesario ver si una de las principales razones del abandono de la práctica no sería justamente una visión individualista de la vida de fe: no se tiene necesidad de la Iglesia para creer en Jesucristo y orar a Dios!

Este domingo nos ofrece la ocasión privilegiada de reflexionar sobre lo que somos o deberíamos ser como Iglesia: “Todos y cada uno”, alrededor de esta frase podríamos desarrollar nuestra meditación.

Es todos juntos  que somos  la Iglesia de Dios y es cada uno de nosotros quien al mismo tiempo, construye esta Iglesia y es sostenida por ella…

Madre Iglesia
Tomado de “razones para el amor”  Articulo No 58 de Jose L. M. Descalzo

Creo que no puedo escribir en este libro sobre las cosas que amo sin hablar también sobre la Iglesia, sobre mi querida Iglesia.

Comprendo que, al hacerlo, no estoy muy a la moda, porque hoy lo que priva es hablar de ella, cuando menos, con despego (¡y tantas veces con ferocidad!), incluso entre los creyentes. Dicen que el signo de los tiempos es gritar: «Cristo, sí; Iglesia, no»; pero a mí eso me parece tan inverosímil como decir «quiero al alma de mi madre, pero a mi madre no». Y lamento no entender a quienes la insultan o desprecian «en nombre del Evangelio» o a quienes parecen sentirse avergonzados de su historia y piensan que sólo ahora o en el futuro vamos a construir la «verdadera y fiel Iglesia». No sé, pienso que tal vez cuando ya esté en el cielo sentiré compasión hacia eso en lo que aquí abajo convertíamos entre todos a la Iglesia, pero mientras esté en la tierra ya tengo bastante trabajo con quererla como para encontrar también tiempo para ver sus fallos.

Y voy a ver si explico un poco las razones por las que la quiero. Para ser un poco sistemático, voy a reducirlas a cinco fundamentales.

La primera es que ella salió del costado de Cristo. ¿Cómo podría no amar yo aquello por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría yo amar a Cristo sin amar, al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio su vida? La Iglesia —buena, mala, mediocre, santa o pecadora, o todo eso junto— fue y sigue siendo la esposa de Cristo. ¿Puedo amar al esposo despreciándola? Pero —me dirá alguien— ¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no sientes al menos «nostalgia» de la Iglesia primitiva? Sí, claro, siento nostalgia de aquellos tiempos en los que —como decía San Ireneo—«la sangre de Cristo estaba todavía caliente» y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes. Pero ¿es que hubiera justificado un menor amor la nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando mi madre era vieja? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?

A veces oigo en algunos pulpitos o tribunas periodísticas demagogias que no tienen ni siquiera el mérito de ser nuevas. Las que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia es ahora una esposa prostituida. Y recuerdo aquel disparatado texto que Saint-Cyran escribía a San Vicente de Paúl y que es —como ciertas críticas de hoy— un monumento al orgullo: «Sí, yo lo reconozco: Dios me ha dado grandes luces. Él me ha hecho comprender que ya no hay Iglesia. Dios me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe la Iglesia. Antes de esto la Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes, pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La Iglesia era su esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por eso la ha repudiado y quiere que la sustituya otra que le sea fiel.»

Me quedo, claro, con San Vicente de Paúl, que, en lugar de soñar pasadas o futuras utopías, se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia. Un río de cieno hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo. Sobre todo cuando nadie puede presentar ese supuesto libelo de repudio que Cristo habría dado a su esposa.

La segunda razón por la que amo a la Iglesia es porque ella y sólo ella me ha dado a Cristo y cuanto sé de él. A través de esa larga cadena de creyentes mediocres me ha llegado el recuerdo de Jesús y su Evangelio. Sí, claro, a veces lo ha ensuciado al transmitirlo, pero todo lo que de él sabemos nos llegó a través de ella.

Ella no es Cristo, ya lo sé. El es el absoluto, el fin; ella, sólo el medio. Incluso es cierto que cuando digo «creo en la Iglesia» lo que estoy diciendo es que creo en Cristo, que sigue estando en ella; lo mismo que cuando afirmo que bebo un vaso de vino, lo que realmente bebo es el vino, no el vaso. Pero ¿cómo podría beber el vino si no tuviera vaso? El canal no es el agua que transporta, pero ¡qué importante es el canal que me la trae! El centro final de mi amor es Cristo, pero «ella es la cámara del tesoro, donde los apóstoles han depositado la verdad, que es Cristo», como decía San Ireneo. Ella es «la sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo», como escribía San Cipriano. Ella es verdaderamente —ahora es el río de San Agustín quien se desborda— «la casa de oración adornada de visibles edificios, el templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto de la salvación, la querida y única esposa que Cristo conquistó con su sangre y en cuyo seno renacemos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos, cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos sustentamos». ¿Cómo podría no amar yo a quien me transmite todos los legados de Cristo: la eucaristía, su palabra, la comunidad de mis hermanos, la luz de la esperanza?

Pero su historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este mundo, de jerarcas mediocres y vendidos... Sí, sí, es cierto. Pero también está llena de santos.

Y ésta es la tercera razón de mi amor. Siempre que yo me monto en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero no por eso dejo de usarlo para desplazarme. «La Iglesia —decía Bernanos— es como una compañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado.» Es cierto, los santos son la Iglesia, son lo que justifica su existencia, son lo que no nos hace perder la confianza en ella. Ya sé que la historia de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos que los Estados Pontificios, la Gracia que el Derecho canónico. ¿Estoy con ello diciendo que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso que tenía razón Bernanos al escribir que «la Iglesia visible es lo que nosotros podemos ver de la invisible» y que como nosotros tenemos enfermos los ojos sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. Nos resulta más cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos obligación de ser como ellos. Nos resulta más rentable «tranquilizamos» viendo sólo sus zonas oscuras, con lo que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarlas y la tranquilidad de saber que todos son tan mediocres como nosotros. Si nosotros no fuésemos tan humanos, veríamos más los elementos divinos de la Iglesia, que no vemos porque no somos ni dignos de verlos.

Voy a atreverme a decir más: yo amo con mayor intensidad a la Iglesia precisamente «porque» es imperfecta. No es que me gusten sus imperfecciones, es que pienso que sin ellas hace tiempo me habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está formada de gente como nosotros, como tú y como yo. Y esto es lo que, en definitiva, nos permite seguir dentro de ella.

Bernanos lo decía con exacta ironía: «Oh, si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obsesionado por la simetría o de un profesor de lógica, de un Dios deísta, la santidad sería el primer privilegio de los que mandan; cada grado en la jerarquía correspondería a un grado superior de santidad, hasta llegar al más santo de todos, el Santo Padre, por supuesto. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia así? ¿Os sentiríais a gusto en ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina, lo mismo que un mendigo a la puerta del hotel Ritz. Por fortuna, la Iglesia es una casa de familia donde existe el desorden que hay en todas las casas familiares, siempre hay sillas a las que les falta una pata, las mesas están manchadas de tinta, los tarros de confites se vacían misteriosamente en las alacenas, todos lo conocemos bien, por experiencia.»

Sí, por fortuna en la Iglesia imperan las divinas extravagancias del Espíritu, que sopla donde quiere. Y gracias a ello nosotros podemos agradecerle a Dios cada noche que aún no nos hayan echado de esa casa de la que todos somos indignos. Tendremos, claro, que luchar por mejorarla. Pero sabiendo bien que siempre ha sido mediocre, que siempre será mediocre, como en las casas siempre hay polvo por muy cuidadosa que sea su dueña.

No se sabe por dónde, pero el polvo entra siempre. Y uno limpia el polvo en lugar de pasarse la vida enfadándose con él. En rigor, todas esas críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno de nosotros mismos. Lo voy a decir en latín con las preciosas palabras de San Ambrosio: «Non in se, sed in nobis vulneratur Ecclesia. Caveamos igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesie fiat» (No en ella misma, sino en nosotros, es herida la Iglesia. Tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros fallos se conviertan en heridas de la Iglesia).

La quinta y más cordial de mis razones es que la Iglesia es —literalmente— mi madre. Ella me engendró, ella me sigue amamantando. Y me gustaría ser como San Atanasio, que «se asía a la Iglesia como un árbol se agarra al suelo». Y poder decir, como Orígenes, que «la Iglesia ha arrebatado mi corazón; ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis hermanos». ¿Cómo entonces sentirme avergonzado por sus arrugas cuando sé que le fueron naciendo de tanto darnos y darnos a luz a nosotros?

Por todo ello espero encontrarme siempre en ella como en un hogar caliente. Y deseo —con la gracia de Dios— morir en ella, como soñaba y consiguió Santa Teresa. Y ése será mi mayor orgullo en la hora final.

Ese día me gustará repetir un pequeño poema que escribí hace ya muchos años, siendo seminarista; un poema muy malo, pero que conservo como era porque creo que expresaba y expresa lo que hay en mi corazón:

Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas,
con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos,
con su túnica llena de pecados y manchas.
Amo a sus santos y también a sus necios,
amo a la Iglesia, quiero estar con ella.
Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos,
cansada de amamantarnos siempre,
un poquito arrugada de parir sin descanso.
No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja
nos lleven a otros puertos.
Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos tuyos,
sino tu sangre derramada al traernos.
Por eso cada arruga de tu frente nos enamora
y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno.
Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre,
no esperamos palacios, ni banquetes, sino esta
casa, esta madre, esta piedra donde poder sentarnos.


Aproximacion psicológica del evangelio: 


Antes de excomulgar…

Esta palabra sobre el hermano que ha pecado aparece como una aplicación y un desarrollo de la parábola de la oveja perdida que precede inmediatamente este pasaje.

“Si tu hermano te ofende”   (“si una oveja llegara a perderse”); “ve a su encuentro”  (ve en búsqueda de aquella que se ha perdido”); “si él te escucha” (“si él llega a encontrarla”)…

Sin embargo, la parábola no tenía la intención del rechazo de la oveja perdida o impedirle que volviera al rebaño, mientras que aquí se examina en profundidad el caso. “vé y házselo ver” : haz tu mismo la diligencia de ir a su encuentro en su terreno. La psicología animal llama nuestra atención por el hecho que uno es siempre más vulnerable cuando se aventura en el territorio de otro y que a la inversa, aquel que es “visitado” se siente más cómodo (mejor) puesto que él permanece (queda) en posesión de todos sus medios. “Ir al encuentro” del otro, aparece entonces como una diligencia mucho más fraternal que de “esperarlo” en su propia casa, como en otro lugar la expresión popular lo hace bien sentir: (a él, yo le espero, o “a ti, yo te espero”…).

“Vé y házselo ver, a solas entre los dos”: dentro de una atmosfera favorable de intimidad, aborda (contempla) con él precisamente los puntos (aspectos) que causan dificultad.

Quizás entonces, tú descubrirás que lo que te aparecía como un pecado de su parte era preferiblemente un error de percepción, un simple malentendido entre ustedes dos, o un accidente (choque) con responsabilidad compartida. Hay lugar entonces para reconciliarse con toda simplicidad, es decir, ocasión de restablecer la comunicación fraternal y espontanea que un obstáculo impedía.

Pero también existe la posibilidad de que ustedes no logren entenderse, de que tú tengas la impresión con razón o sin razón de que “él (ella) no te escucha”. Podría ser también que sea tu hermano (a) quien esté muy a la defensiva o que quizás seas tú muy rígido, o que el conflicto acaecido entre ustedes dos este muy endurecido.

En los tres casos, lo ideal es que ustedes retomen “todo el asunto” con otros  dos o tres miembros de la comunidad.

Mateo hace  alusión acá a una disposición jurídica sobre la validez del testimonio, pero bajo este pasaje del libro del Deuteronomio (19,15), se distingue el mismo fenómeno psicológico: es posible que sea el acusador y no el acusado quien este en la falla! La presencia de otras personas permite despolarizar o ser imparcial en el conflicto, objetivar la situación, y ayudar así las dos personas a identificar el objeto real del debate.

Así se puede llegar a una percepción común de la realidad implicada (el asunto tratado) y se reintegra entonces la comunión en la alegría (cf. V.13).

Pero también puede ser que la persona interpelada “se resiste a escuchar”, sea porque ella no logra rencontrarse en los valores, los postulados o el funcionamiento de otros miembros del grupo, sea que ella decide persistir en su conducta, mismo si ésta va al encuentro de sus propios valores.

En este caso, será necesario tomar distancia de esta persona, es necesario no ser solidario y mostrarlo abiertamente, con comportamientos que estarían en desacuerdo flagrante con el Evangelio ( v.g: explotación, tortura, chantaje, desprecio de la dignidad del otro…)

Si este recorrido es vivido con honestidad en la fe y en el respeto del otro, se nos dice que la decisión del grupo es la decisión de Dios (v.18), pero ya vemos cuántas condiciones son requeridas antes de llegar a este punto, que diferencia entre lo que se pide acá  y los juicios sumarios unilaterales y sin apelación (a la persona)  que nosotros hacemos si frecuentemente sobre el otro!

Job excomulgado

Mateo preocupado por las necesidades de la comunidad cristiana primitiva (Iglesia) en términos de animación y de organización, nos reporta las palabras de Jesús que él reformula bajo la forma de directivas explicitas a la intención de la comunidad.

Pero los procesos de excomunión son siempre  muy delicados y si nos atenemos a lo que dice acá, el mismo Job , el santo del antiguo testamento, habría sido excomulgado!

Job reconoce la autoridad moral de los “dos o tres testigos” (Mt 18,16) que han venido para convencerle de confesar su pecado: “en verdad, ustedes son la voz del pueblo”… (Job 12,2).

Pero cuando sus tres amigos le dicen que Dios “le ha pedido cuenta de su falta”  (Job 11,6), “renuncia a escucharles” (Mateo 18,17) diciéndoles: “yo se lo mismo que ustedes” (Job 13,2), él  se obstina en no confesar el pecado que  sabe no haber cometido, y se declara listo (preparado) para  “justificar ante Dios (su) conducta” (Job 13,15).

Y de hecho, Dios recriminará un poco más lejos  a los tres testigos para darle la razón a Job : “ustedes no han hablado bien de mi como lo ha hecho mi siervo Job”  (Job 42,7), y lo reintegra a la comunidad: “Yahvé restaura la situación de Job” (Job 42,10).

Esta es la razón por la cual, la invitación a la oración comunitaria se presenta acá tan importante, que aparece enseguida después de la directiva sobre la excomunión.

Nosotros tomamos itinerarios (o caminos) diferentes, no estamos siempre en las mismas estaciones interiores, nuestras sensibilidades varían también del uno al otro. Esto engendra normalmente muchos y  variados desacuerdos entre nosotros, y estos desacuerdos (desencuentros) pueden ser estimulantes y creadores…si ellos no desembocan en excomunión!

Pero más allá de nuestros desacuerdos a menudo legítimos o al menos inevitables, estamos invitados a unirnos en la oración: pónganse de acuerdo al menos en eso, entiéndanse al menos en el hecho de orar juntos! Si ustedes se aceptan lo bastante en sus diferencias  para ser capaces de orar juntos, yo estaré  (seré de la partida) con ustedes, dice Jesús.
Hay oraciones lo bastante orientadas, políticamente que recuperaban los disidentes haciéndoles orar porque los sindicatos fueran razonables, o a la inversa que conducían  (llevaban) a la gente a opciones que ellos rechazan.

Pero más allá de una oración que rechace, aleje o condene (manipuladora), Jesús nos dice que la oración realizada en el respeto y la comunión es fecunda, porque Él mismo se hace  estrechamente solidario con ella.

REFLEXION

“Si tu hermano te ofende, ve y házselo ver, a solas entre los dos”

El capítulo 18 del evangelio de San Mateo contiene el cuarto gran discurso de su obra. Después del discurso sobre el monte (capítulos 5 al 7), el discurso misionero (cap. 10) y el discurso en parábolas (cap.13), tenemos ahora el discurso comunitario (el discurso para la Iglesia, la asamblea de los que creen y le siguen) que habla de las relaciones entre los miembros de dicha comunidad CRISTIANA. Los expertos llaman a estas recomendaciones de Jesús « la enseñanza sobre la vida comunitaria ». Es bueno leer este discurso, meditarlo bajo esta perspectiva comunitaria, ya que nosotros hacemos siempre parte de un grupo, sea el de la familia, de la parroquia, del lugar de trabajo o del de nuestros amigos.

 Esta mañana, Cristo nos dice que la comunidad no puede erigir (levantar) barreras definitivas, ella debe siempre conservar las puertas abiertas y la luz encendida. La comunidad cristiana no se resigna nunca a la pérdida definitiva de un hermano. Ella se muestra siempre con capacidad de acoger, perdonar, de reconciliarse, de permitir el regreso de aquel (lla) que se ha alejado. Y debe haber un ambiente de fiesta cuando el hermano que ha abandonado la familia por irse a vivir lejos reaparece en el horizonte (cfr. historia del retorno del hijo prodigo Lucas 15.

Los sociólogos afirman que el hombre de hoy tiende a un individualismo a toda prueba: “cada quien para si mismo”. En el evangelio, Cristo condena esa actitud y nos recuerda que somos una “raza comunitaria”. Somos responsables los unos de los otros.

En la carta a los Romanos, San Pablo tiene una frase extraordinaria: “No tengan deudas con nadie, sino aquella sola del amor mutuo. Porque aquel que ama a otro, de esta manera ha cumplido la ley” (Rom 13,8).

Siempre habrá tensiones entre las parejas, entre padres e hijos, con nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros colegas de trabajo. Desgraciadamente, en ciertos grupos, en ciertas familias, las rupturas duran y duran años y en ocasiones no desaparecen sino con la muerte de aquellos o aquellas que las han mantenido. Algunos se rehúsan simplemente a reconciliarse. En estas situaciones de conflicto, el cristiano (seguidor de Jesús) nunca debe resignarse a la pérdida de alguien.

Hoy, Jesús nos propone una manera de actuar para tratar de resolver las dificultades de comunicación que aparecen entre nosotros: la corrección fraterna. En nuestra mentalidad moderna, esto resulta insólito, pero al pensarlo bien, es quizás la manera la más eficaz de solucionar los conflictos.

Es necesario un cierto coraje (valentía) para ir al encuentro de alguien y hablarle de sus lagunas, de sus debilidades, cuando nosotros estamos lejos de ser perfectos y no estamos exentos (libres) de cometer errores.  Con frecuencia  hacemos lo contrario de lo que Jesús nos sugiere en el evangelio: en lugar de ir al encuentro de la persona concerniente  y de hablarle discretamente, hacemos insinuaciones malintencionadas a sus espaldas, portamos acusaciones llenas de mal intención e hipocresía, practicamos alegremente la calumnia, destruimos la reputación del otro. Cristo nos dice esta mañana:  Todo esto no es cristiano.

Existen personas que pretenden corregir  los abusos y hacer reinar la justicia, y quienes en una actitud de critica sistemática, se mezclan en todo y están listos siempre para darle una lección a todo mundo. Males irreparables son causados por estos seres vindicativos  (rencorosos) e irreflexivos.

Esto sería desfigurar el pensamiento de Jesús que condenar, afligir los pecadores. Todo el evangelio nos dice precisamente lo contrario y el contexto inmediato del “discurso comunitario “ no habla que de delicadeza y de misericordia con los otros. Justo, antes del pasaje que leemos hoy, Jesús ha contado la parábola de la oveja perdida: “Eviten ustedes de despreciar a alguien…Vuestro Padre no quiere que ninguno de sus pequeños no se pierda” (Mateo 18,14). Y enseguida después de nuestro texto, Jesús va pedirle a Pedro de perdonar “no 7 veces, sino 77 veces 7” (Mateo 18,21).

El objetivo de la corrección fraterna  no es el de  humillar sino el de reconciliar. No se trata de tener razón y   mostrar que  somos mejores que el otro: “si tu hermano te escucha, habrás ganado a tu hermano”. He ahí el objetivo buscado, el premio del rencuentro, la gran recompensa: no el de ganar un argumento, de prevalecer sobre el otro, de humillarlo, sino de “ganar su hermano en tanto que hermano”. No se trata de la satisfacción mezquina, de tener razón, sino de la alegría de constatar que la apertura al otro ha dado fruto.

El objetivo de la corrección fraterna es evitar que el otro no sea humillado y marginalizado. La comunidad que se esfuerza por ponerla en práctica, conoce bien la parábola “de la viga en tu ojo y de la paja en el ojo del vecino” (Mateo 7,1-5) Cuando nos encontramos alguien que ha pecado, Cristo nos dice que hemos de tener la misma actitud que el padre del hijo pródigo que lo recibe con los brazos abiertos, mostrando a todos que él es el hijo bien amado y hace la fiesta por todo el pueblo.

La sociedad actual nos empuja en la dirección de un individualismo anárquico y el bien común viene atrás, lejos. Para Cristo, la coherencia de grupo, el amor al otro es lo más importante que hay.

“Si tu traes tu ofrenda al altar y recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja ahí tu ofrenda, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda”  (Mateo 5,23-24).

Es en este clima de reconciliación que Cristo nos invita a la corrección fraterna: Si tu hermano te ofende, ve y házselo ver, a solas entre los dos. 



Referencias

1.  HÉTU, Jean-Luc.  Les options de Jésus.

2.   http://cursillos.ca  (Réflexion chrétienne de P. jacques-Yvon Allard) .

3.   DESCALZO, José Luis.  Razones para el amor. Libro en pdf descargado de Internet.