Monseñor Romero: "si me matan resucitare en el pueblo salvadoreño..."
1feb06Autor: julioEn: temas sociales y economicosPocas figuras han sido tan determinantes para su pueblo como la de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de Marzo de 1980, en la capilla del Hospital de Cancerosos Divina Providencia. Lugar donde además vivía.
Fundamentalmente religioso, nada involucrado en política, simpatizante del Opus Dei, era un candidato plausible para convertirse en el sucesor de Monseñor Luis Chavez.
También esas cualidades le merecían la desconfianza de la izquierda.
La realidad del pueblo parece haberlo hecho una transformación desde su corazón de cristiano. Pero hubo un hecho que cambio la vida de este hombre y que nos dio a todos un santo: la muerte del Padre Rutilo Grande, sacerdote en El Paisnal, fue la puerta de la conversión de Monseñor.
La miseria y el dolor de su pueblo, se fue denunciando cada vez con mas fuerza, los desmanes de los poderosos y la injusticia cotidiana y descarada le transformó y le convirtió en nuestro santo.
El asesinato del Padre Rutilio, junto a un niño y un anciano, cometido por la conocida y temida “benemérita” movió la raíz del pensamiento y sentimientos de Monseñor, de tal forma que lo hizo la palabra del pueblo. La palabra de denuncia, y de anuncio profético.
El 23 de marzo, en su homilía en catedral, escuchada por la inmensa mayoría de los salvadoreños, excepto los que no tenían radio, hizo una petición al ejercito:
“....Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejercito y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policia, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que da un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice "No matar". Ningun soldado esta; obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla.
Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado.
La iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominacion.
Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día mas tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios; Cese la represión...
Al día siguiente, durante una misa oficiada por la memoria de la madre de Jorgito Pinto, director del periódico La Tribuna, en la Capilla del Hospitalito de la Divina Providencia, el asesino, enviado por el Capitán Saravia, pagadopor el creador del partido de la derecha y participando con prominentes figuras poderosas del país , hizo su disparo letal en el momento justo en el que Monseñor levantaba el cáliz para la conversión del vino y el pan en el cuerpo y la sangre de Cristo, justo antes de ese milagro, la fatalidad. No hay debate sobre este asunto, las confesiones se han dado.
La profecía en la palabra de Monseñor parece haberse cumplido:
...Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado...
"...El Evangelio me impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte..."
En el entierro de Monseñor más de 50,000 personas nos agrupamos como pudimos frente a Catedral. La gente ya no cabía en la calle, la iglesia era un torbellino incontable, niños, hombres, mujeres, ancianos, todos, todos estábamos ahí.
Hasta los guardias sobre el Palacio y el antiguo banco Hipotecario, hoy Biblioteca Nacional. Ellos iniciaron los disparos hacia la gente después que alguien puso bombas explosivas cerca de catedral. Les dio temor ver al pueblo agrupado frente a su mártir a quien habían inmortalizado con su asesinato.
Más de cuarenta personas murieron aplastadas o por los disparos en ese caos originado por la guardia.
La figura de Monseñor convoca y ofrece aliento. También para otros es un símbolo que atemoriza. Jesús sufrió lo mismo, era amado por su pueblo y odiado por quienes desde su imagen de sacerdotes y poderosos se enfrentaban con una palabra viva, cierta, alentadora y convocadora.
Este Santo, San Romero de América, no requiere permiso para ser nombrado y respetado como tal. Es una de las grandes figuras de la historia de El Salvador, quizá el salvadoreño mas conocido alrededor del mundo, probablemente el más amado por este pueblo, seguro el mas real y el más cercano a la gente. Explícitamente el más fiel, el mas entregado y el menos desinteresado.
Sus seguidores iniciaron un proceso de beatificación, previo al de santificación el cual fue detenido por el Vaticano durante algunos años pero el año pasado, se reinició el proceso, al demostrarse que toda su obra tenía una base estrictamente religiosa, tendremos Santo, “San Romero de América”.
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Esta canción fue escrita por Ruben Blades , narra la historia de un sacerdote centroamericano asesinado durante la misa, como un homenaje a "un cura bueno: Arnulfo Romero":
EL PADRE ANTONIO Y EL MONAGUILLO ANDRES
El Padre Antonio Tejeira vino de España,
buscando nuevas promesas en esta tierra.
Llegó a la selva sin la esperanza de ser obispo,
y entre el calor y en entre los mosquitos habló de Cristo.
El padre no funcionaba en el Vaticano,
entre papeles y sueños de aire acondicionado;
y fue a un pueblito en medio de la nada a dar su sermón,
cada semana pa' los que busquen la salvación.
El niño Andrés Eloy Pérez tiene diez años.
Estudia en la elementaria "Simón Bolivar".
Todavia no sabe decir el Credo correctamente;
le gusta el río, jugar al fútbol y estar ausente.
Le han dado el puesto en la iglesia de monaguillo
a ver si la conexión compone al chiquillo;
y su familia está muy orgullosa, porque a su vez se cree
que con Dios conectando a uno, conecta a diez.
Suenan la campanas un, dos, tres,
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Suenan la campanas otra vez
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
El padre condena la violencia.
Sabe por experiencia que no es la solución.
Les habla de amor y de justicia,
de Dios va la noticia vibrando en su sermón:
suenan las campanas: un, dos, tres
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Suenan la campanas otra ves
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Al padre lo halló la guerra un domingo de misa,
dando la comunión en mangas de camisa.
En medio del padre nuestro entró el matador
y sin confesar su culpa le disparó.
Antonio cayo, ostia en mano y sin saber por qué
Andrés se murió a su lado sin conocer a Pelé;
y entre el grito y la sorpresa, agonizando otra vez
estaba el Cristo de palo pegado a la pared.
Y nunca se supo el criminal quién fue
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Pero suenan las campanas otra vez,
por el Padre Antonio y su monaguillo Andres
Suenan las campanas
tierra va a temblar
suenan las campanas
por amërica
suenan las campanas
oh; virgen señora
quien nos salva ahora
suenan las campanas
de antonio y andres
suenan las campanas
ven y oyela otra ves
suena la campana
centroamericana
suena la campana
por mi tierra hermana
mira y tu veras
suena la campana
el mundo va a cambiar.
++++
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Me permito compartirles acá este completo y excelente artículo de una periodista mexicana que salio hoy hace un año en el Diario La Jornada:
Blanche Petrich
Periódico La Jornada
Miércoles 24 de marzo de 2010, p. 23
Treinta años después del asesinato, los salvadoreños no conocen aún la identidad del hombre alto, moreno, barbado que el 24 de marzo de 1980 se detuvo en el umbral de la entrada de la capilla del hospital de la Sagrada Providencia, levantó un arma calibre 25 de balas expansivas y disparó un solo tiro. El proyectil impactó justo en el pecho del arzobispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero, que en ese momento levantaba el cáliz, consagrando la eucaristía. El sicario–ahora se sabe– recibió mil colones (400 dólares en aquel tiempo) por la faena.
Un día antes, Romero había pronunciado una homilía con la que pretendía frenar la guerra civil que ya se precipitaba en su país: En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno: cesen la represión.
Durante los 12 años que siguieron, El Salvador vivió envuelto en una guerra que hoy, todavía, mantiene abiertas muchas heridas en esa sociedad. Una de ellas, muy compleja, es la impunidad que persiste en torno a los muchos crímenes considerados de lesa humanidad que se cometieron.
En éstas tres décadas hubo en El Salvador un primer juicio por el asesinato de Romero, en 1987. El presidente de la Suprema Corte de entonces, Francisco Guerrero, determinó dar carpetazo porque el caso ya era viejísimo.
El juzgador era íntimo amigo del mayor Roberto D’Aubuisson, quien había creado un partido de ultraderecha, Frente Amplio Nacional. Éste contaba con un brazo paramilitar, los llamados escuadrones que asesinaban a los comunistas que el mayor, desde un programa de radio semanal, amenazaba abiertamente, citándolos con nombres y apellidos.
Poco después de ordenar el asesinato de Romero, D’Aubuisson fundó el partido político que gobernó al país durante 20 años.
En 2000, por una denuncia interpuesta por Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador, la Comisión Interamericana culminó una detallada investigación sobre el caso y concluyó que el Estado salvadoreño fue responsable de este asesinato.
En 2004, un tribunal de San Francisco, California, abrió un nuevo juicio. Las investigaciones comprobaron que D’Aubuisson ordenó el asesinato –un plan que denominó Operación Piña–, organizado por su lugarteniente, el capitán de la fuerza aérea Rafael Álvaro Saravia, único sobreviviente del grupo homicida. Desde entonces vive prófugo.
Nunca nadie fue juzgado en su país. Se sospecha que de los seis participantes del comando (un chofer, cuatro escoltas y el tirador), cinco fueron asesinados años después en distintos episodios.
Recientemente, en una entrevista con el periódico digital El Faro, Saravia reconoció que recibió la orden de D’Aubuisson: Hacete cargo, le dijo. Y lo hizo.
El fundador de Arena (Alianza Republicana Nacionalista) falleció en 1992, poco después de haberse firmado la paz en El Salvador, de un cáncer de lengua.
Este miércoles se espera que el presidente Mauricio Funes pronunciará la esperada súplica de perdón a nombre del Estado salvadoreño por esta ejecución extrajudicial. Anteriormente, desde noviembre, su gobierno –que al vencer a Arena en las pasadas elecciones rompió la hegemonía de 20 años de gobierno de ultraderecha– había reconocido la responsabilidad del Estado, acatando una de las resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Queda pendiente aún la recomendación que ordena un proceso jurídico para investigar, juzgar y sancionar a los responsables. El gobierno de Funes, sin embargo, se declara formalmente impedido de avanzar en este sentido por la ley de amnistía de 1993, poco después de la firma de los acuerdos de paz. Y aquí radica el meollo del debate actual sobre los derechos humanos en El Salvador.
El movimiento social y de derechos humanos, secundado por organizaciones como Amnistía Internacional, demanda que el Ejecutivo y el Legislativo deroguen la ley de 1993 que en su momento fue pactada por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y Arena como una forma de transitar hacia la conciliación.
La propia Suprema Corte de Justicia emitió en 2003 un fallo que determina que en los casos graves de violaciones de derechos humanos no es aplicable esta amnistía. Pero ni Funes ni los legisladores del FMLN están dispuestos a moverse en ese sentido.
En esta jornada, que por decreto legislativo celebra oficialmente por primera vez el día de San Romero, habrá peregrinaciones, conciertos sinfónicos, foros y debates, la inauguración de un gran mural que saludará a los viajeros que lleguen por el aeropuerto de Comalapa a El Salvador y una misa solemne en la catedral salvadoreña, que oficiará el mexicano Samuel Ruiz, ex obispo de San Cristóbal de las Casas.
Pero sobretodo, habrá un clamor: que de la buena voluntad se pase a los hechos. Esto es a la justicia, al esclarecimiento de los crímenes históricos que dejó la guerra civil y cuyas heridas, a 30 años de distancia, continúan abiertas.
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Articulo excelente de José María Castillo , en este enlace:
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Gustavo Quiceno